Sus
noventa y cuatro años no la confinaron
a la contemplación pasiva, al dolor de cintura ni al crochet. Al
contrario, le resultaba imposible permanecer en una silla durante más de tres
minutos, lo que encendía en quienes la acompañábamos Sentate
abuela, Siéntese doña María y demás
imperativos a los que no hacía caso. El médico le había recomendado
acostarse con las piernas en alto o sentarse apoyándolas en una banqueta,
para mejorar la circulación y contrarrestar la presión alta, pero nada se le hacía más difícil. Qué
me va a venir a decir el médico, a mí.
Ella
ya no venía a la Capital. La ahogaba el demasiado cemento, la
desconcertaba que no conociéramos los nombres de los vecinos de la
cuadra, la extraviaba no recordar por dónde se volvía a casa. María jugaba
en un tablero invisible su último partido de ajedrez contra el tiempo, que
traicionero le escondía las piezas confundiéndole los rostros, los
nombres y las situaciones. Había empezado a olvidar que olvidaba
bastantes cosas.
Los
fines de semana cruzábamos el Puente La Noria y la visitábamos en su casa de
Villa Centenario, en el sur del gran Buenos Aires. Ella nos esperaba en la
vereda, de porte erguido, batón floreado y rulos blancos. Nuestros encuentros
solían incluir algún almuerzo sin sal y fácil de masticar para sus dientes gastados, una
siesta para intentar en vano que descanse y una mateada en la cocina o bajo la
parra del fondo.
María
cantaba cobijándonos en la grave calidez de su voz. En cada canzoneta
volvía a ser la nena que canasta en mano acompañaba a su abuela
calabresa a vender jabones por las calles de tierra de Lanús.
Con paso seguro y apurado iba hasta su mesa de luz a buscar el
cuaderno de canciones del Coro de Jubilados, y llenábamos la tarde
suburbana de chacareras, boleros y tangos.
María
nos recitaba. De pie, por eternos instantes era otra vez aquella
joven revolucionaria sobre las tablas de un colmado Teatro Roma de
Avellaneda, desbordando de emoción al recitar Valiente
pueblo español, mientras
los rayos de sol que se colaban por entre la parra para
escucharla iluminaban sus canas de destellos.
Aquel
domingo de abril llevamos a su
casa un conejo de chocolate. Aunque el rito cristiano nos era ajeno,
consumíamos en esas fechas alguna exquisitez pascual. Terminamos
de almorzar y la bisnieta pudo al fin comenzar a desenvolverlo, con
extremo cuidado para evitar que se quiebre o se derrita. Siendo la única
niña presente se sabía también con indiscutida potestad sobre el
conejo. Cavilaba en voz alta
la bisnieta, casi le daba pena comerlo de tan lindo. Dudaba si
empezar por las orejas o por las patas, si morderlo o partirlo con las manos,
cuando intempestivamente María dijo Dame la cabeza.
La
miramos extrañadas, en silencio, intentando hilar alguna justificación a
tamaño pedido. Dame la cabeza,
repitió con una dureza inédita en la voz y los ojos clavados en las pequeñas
manos que sostenían el conejo de chocolate. Con la amorosa y resignada
bronca que sólo puede experimentarse a los seis años, su bisnieta comprendió. Con rápida
precisión decapitó al conejo ante nuestros rostros atónitos y sin mediar palabras ofreció
el manjar a la bisabuela. La mano fuerte y arrugada de María se lo
llevó a la boca, y disolviéndolo en el paladar lo
disfrutó lentamente. Lo terminó y todavía comió un poco más. Después quiso bailar, y reímos mientras
nos tomábamos las manos, y volvimos a cantar hasta que el sol se escondió tras
la medianera.
María
murió en la noche del martes siguiente. El médico que certificó su paro
cardiorespiratorio no lo anotó en el Acta de Defunción, pero su corazón aún
atesoraba toda la dulzura del último domingo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario