Son las cinco de la mañana y el cielo de La Matanza está gris, como surcado
por una rata descomunal e inmóvil que no termina de atravesarlo. Otra rata cruza
de un salto la zanja y se pierde por entre unas chapas, mientras Alejandro
camina por la vereda hacia la parada del 113. Casi no se distingue del paisaje,
lleva pantalón y camisa grises y en su espalda se lee el nombre de la empresa
de limpieza para la cual trabaja. Las zapatillas son blancas y aunque él lo ignora
todavía guardan huellas de manos indonesas. Las compró en un negocio de la avenida
Cabildo, sacando un crédito con su recibo de sueldo para pagarlas en doce
cuotas a un precio mucho mayor que el salario de quien las cosió.
El colectivo ya asoma desde el fondo de la calle.
Alejandro sube, Buen día, seis setenta y cinco, le dice al chofer antes de apoyar su tarjeta en la máquina. Buen día, contesta el chofer. Cierra la puerta y
acelera. Alejandro guarda la tarjeta y se sienta en el
segundo asiento. Apoya la nuca en el borde del respaldo y contempla las nubes. Piensa,
Tiene que ser mentira, Belgrano no pudo haber tomado de este cielo los colores
para nuestra bandera. Si siempre está gris, la bandera argentina debería ser
gris. Sin rayas, sin estrellas, sin escudos. Sin sol, toda gris. Como este
uniforme, como la tela del delantal que ensuciábamos todas las tardes en las
prácticas del taller. Gris como los banquitos de hierro que nos enseñaron a
construir. Qué inútiles. Para qué perdimos tiempo en aprender a cortar, lijar,
calar, aserrar, soldar, si en el supermercado venden unas banquetas con
acolchado símil cuero hechas en China, cromadas, más lindas y mucho más baratas
que los materiales que usábamos en el colegio industrial. Qué inútiles. Como
las clases de matemática. Para qué me sirve hacer un cálculo infinitesimal si
paso nueve horas limpiando baños y barriendo pisos. Mejor no pienso más,
piensa, Mejor me duermo.
En el último asiento del mismo colectivo viaja Darío.
También tiene dieciocho años y calza otro modelo de las mismas zapatillas norteamericanas
hechas en Indonesia, tampoco sabe en qué lengua hablan quienes las fabricaron. Trabaja
sin uniforme. Viste un conjunto deportivo de marca alemana confeccionado en
Vietnam. Zamarreados por las frenadas del 113, flotando en la misma nube, los
pensamientos de Alejandro ahora son suyos. Qué inútiles, las clases de
matemática. Qué inútiles. Decían que había que terminar la escuela para llegar
a ser alguien. ¿Llegar a ser quién? Para limpiar inodoros en la Capital piden estudios
completos. Yo dejé la escuela pero sé sumar. Ocho horas de trabajo, mínimo, más
el viaje, dos horas de ida y dos de vuelta, más ocho horas para descansar, total,
veinte horas. Restándolas a las veinticuatro que tiene el día, es igual a cuatro.
Cuatro horas de libertad, menos un sueldo que no alcanza para disfrutarlas, da cero.
Conjunto vacío. Darío sonríe recordando los círculos que dibujaba la maestra en
el pizarrón, se acuerda que decía que las matemáticas enseñan a pensar. Tiene
que ser mentira, si todos aprenden matemáticas por qué no se dan cuenta de que
cuatro horas no alcanzan, por qué.
Durante un largo rato Alejandro y Darío pensaron
juntos sin saberlo, adormeciéndose y volviendo a despertarse, con las ideas nubladas
y sin dueño. El 113 está cruzando la General Paz y el gris del cielo ahora es un poco
más claro, serán las luces de la
Avenida , será que la rata terminará de cruzarlo y por fin se
decidirá el día a amanecer.
Alejandro se durmió y el banquito símil cuero es ahora
una montaña enorme de banquitos tambaleándose. Las patas de miles de banquitos van
a perforarlo y él no puede correr, está a punto de morir agujereado, ya siente en
el hombro cómo se le clavan en la carne y no puede moverse ni gritar. Justo entonces
se despierta. No es un banquito, es la cartera de una señora que acaba de subir.
El colectivo está lleno y va por Mataderos. Falta menos, piensa. Todas las
mañanas son más de dos horas viajando, ojalá éste fuera el último día. Alejandro
imagina que lee un aviso en la página de búsquedas laborales, Se necesita Técnico Mecánico
recién recibido zona La Matanza para ingresar como aprendiz en empresa metalúrgica. No es necesaria experiencia,
no usamos uniforme gris. Se ve llegando y no hay ninguna fila. Es el único
postulante, se anuncia y lo hacen pasar enseguida, Está contratado, empieza
mañana. La cabeza de Alejandro rebota contra la ventanilla, está soñando.
Darío no duerme, sigue pensando. No voy a pasar toda
la vida haciendo lo mismo, ojalá éste sea el último día. La vista se le pierde detrás
del vidrio, Qué hermosas casas, serán por dentro más lindas que por fuera,
todas con rejas y alarmas. Algún día entraré en una de estás, se pregunta, y
lee Avenida Crámer.
Cuando frenan en el semáforo Alejandro se despierta.
Hermosas casas, todas con jardín y cocheras, algún día viviré en una de estás,
se pregunta, y lee Echeverría. Saca el celular de su bolsillo y mira la hora,
son las seis y cuarenta. Todavía faltan veinte minutos. Se acerca a la puerta
de adelante, Parada, dice, y baja un pie en el escalón del estribo. Darío se levanta
rápido y toca el timbre en la puerta de atrás. A laburar, piensa.
El colectivo para, las puertas se abren y ellos bajan.
Alejandro bosteza y mira el cielo, la rata gigante sigue ahí, tapando el sol
con el lomo, condenándolos a verle la panza. Un gato se despereza en un umbral
y es tan gris como el empedrado. No pasan autos, no se ve más gente que ellos dos.
Desean lo mismo, que éste sea el último día. Saben que no. Alejandro camina
lento, no quiere llegar antes de las siete. Varios pasos más atrás va Darío,
que ahora se apura. Sus pasos no se oyen, la cámara de aire de la zapatilla los
amortigua. Es aire de Indonesia.
Aturdido por el viaje, Alejandro lleva
ensombrecidos los sentidos. De pronto se sobresalta, algo pasa, alguien. Quiere
mirar para atrás porque siente un abrazo, pero no. Algo presiona su espalda, es
como la pata de un banquito. Un brazo le rodea el cuello, Alejandro contiene un
grito y se queda quieto. Ya no piensa. Tampoco Darío cuando le susurra La
plata, el celular, las zapatillas. Dame todo.
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